Jugar con tierra o tocar una babosa, son sencillas experiencias con el sentido del tacto que ayudan desde pequeños a establecer límites.
Otras vivencias, como moverse estimulan el aprendizaje de las matemáticas, y tocar un instrumento musical, el lenguaje y la comunicación.“Hay estudios que dicen cuando un niño juega, el 56% del tiempo está aprendiendo aritmética”, señala Pablo Lois, investigador del Laboratorio de Células Troncales y Biología de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Chile.
Es una actividad beneficiosa desde todo punto de vista, incluso consagrada como un derecho en el artículo 31 de la Convención Sobre los Derechos del Niño, Pero ¿cuántas horas debería jugar un menor? El Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef, por sus siglas en inglés), no tiene una cifra en particular. “Más bien, el tema está planteado desde la importancia que tiene el juego para el desarrollo de los niños y niñas como una instancia para explorar, para relacionarse con otros, para desarrollar habilidades y también como forma de estimular aprendizajes”, explican desde su sede en Santiago.
Hartmut Wedekind, director científico del Centro de Investigación Infantil Helleum de la Universidad Alice Salomón (Alemania), ha estudiado el tema y tiene una respuesta. “Los investigadores del juego hemos comprobado que los niños deben jugar 15 mil horas hasta su séptimo año de vida”, afirma a La Tercera.
¿Chile está lejos o cerca de este número ideal? La profesora Ilia García, que realizó estudios de especialización en la universidad donde trabaja Wedekind, explica que estamos lejos. El déficit sería de 6 mil horas.
Según las estimaciones de la docente, tanto dentro como fuera del colegio, un niño chileno juega en promedio 8.760 horas hasta los siete años: 2.190 horas entre los 0 y 2 años, 4.380 horas entre los 3 y 5 años, y 2.190 horas entre los 6 y 7 años.
Estos datos incluyen las actividades realizadas con dispositivos móviles, sobre los cuáles existe controversia sobre su uso como herramienta lúdica y de aprendizaje (ver nota secundaria).
Las razones del déficit
García dice que la falta de juego es resultado de una sociedad muy competitiva, centrada en las estadísticas, donde hay un énfasis en lo puramente cognitivo, en la entrega de contenidos y en escolarizar a los niños desde que son muy pequeños.
“El enfoque está puesto en lograr que ellos aprendan a escribir o leer lo antes posible. Se buscan resultados que se puedan medir, dejando de lado lo más importante”, dice García, quien en 1995 fundó Seigard, un innovador emprendimiento a través del cual promueve el juego en las escuelas, y que en abril pasado organizó el primer encuentro internacional sobre su uso pedagógico.
Wedekind, quien fue uno de los expositores de este evento, regresó en agosto al país para conocer el funcionamiento de los jardines infantiles en el país. “Me pareció que en muchos colegios y jardines infantiles se juega poco y que casi toda la orientación pedagógica está primordialmente dirigida a la cognición. Mi percepción es que los procesos pedagógicos se reducen cada vez más a pruebas de conocimiento, lo que según mi opinión restringe la educación”, relata el investigador.
El neurobiólogo Pablo Lois concuerda con esta mirada y cree que en las escuelas se frena la posibilidad de desarrollar actividades lúdicas.
“Lo único que el niño quiere es aprender, todo es un misterio, un enigma. Si tiene hermanos más grandes tiene ansiedad por ir al colegio porque cree que ahí va a aprender, hasta que llega el primer día de clases y ahí no quiere aprender nunca más, o sea, en un día borramos lo que la naturaleza hizo en millones de años de evolución”, ironiza Lois.
A nivel estatal no existe una política específica sobre el juego, más bien el tema se aborda a través de distintas instituciones o iniciativas. Romina Kurth, asesora del Consejo Nacional de la Infancia del gobierno, señala que, por ejemplo, en este organismo lo ven desde el punto de vista de la utilización de los espacios públicos y reconocen su importancia debido a su impacto futuro.
“El juego permite el desarrollo cognitivo, motriz, social, emocional y creativo, en este sentido quitarles tiempo para el juego es disminuir las posibilidades de un desarrollo integral necesario para la vida adulta”, señala.
Además de cuantificar cuánto juegan los niños, la profesora García ha visitado distintas universidades del país para ver cómo se están formando los profesores en esta materia, pero el juego no es protagonista de las mallas curriculares, es algo que está disperso. “No está como método. Aquí hay un problema en la formación porque nadie le enseñó. En la educación preescolar, el gobierno está inyectando recursos para tener juegos, pero las educadoras no lo ocupan”, señala.
Aulas revolucionarias
Además de la competitividad, otro fenómeno que restó horas para el juego en Chile fue la implementación de la Jornada Escolar Completa (JEC). Al aumentar en 30% las horas de clases, el esparcimiento de los niños disminuyó en dos horas. En 2011, un estudio Fondecyt advirtió que el “tiempo libre”, de los niños de entre 10 y 11 años, eran los trayectos de la casa al colegio y del colegio a la casa.
En 2010, otra medición, la Encuesta de Primera Infancia elaborada por la Junji, reveló que el 67% de los niños menores de cinco años jugaba preferentemente al interior de sus hogares, y otra medición de Unicef, La Voz de los Niños, concluyó que casi el 40% de los menores entre 10 y 13 años rara vez o nunca sale a divertirse a una plaza.
García señala que mientras Chile vive el frenesí por los resultados, otros países están girando a otras experiencias innovadoras. Como el caso de España, donde los jesuitas del Colegio Claver hicieron de sus aulas “lo que Google con sus oficinas”, según relata una nota del diario El País. “En el aula de los pequeños hay un anfiteatro pistacho que en uno de sus extremos se convierte en tobogán”, dice un reportaje publicado en marzo. Aunque no faltaron detractores a este proyecto pedagógico. “Estos inventos buscan que los niños estén entretenidos… Y a la escuela se va a aprender”, dijo uno de ellos.
Fuente: Diario La Tercera