La ola migratoria que ha vivido nuestro país en la última década se ha hecho visible en la educación chilena, donde cada vez resulta menos extraño la convivencia entre chilenos y afrodescendientes. Esta es la crónica de una celebración en dos escuelas municipales de Santiago, donde la cueca y la empanada se enfrentan a la necesidad de integración de niños y niñas que muchas veces ni siquiera hablan español.
En la edición conmemorativa de sus 49 años de vida, la Revista Paula puso en portada a cuatro mujeres de distintas razas -dos de ellas afrodescendientes- bajo el título “Chile cambia de piel”. El número, publicado el pasado jueves 25 de agosto, estaba catalogado como Especial Inmigrantes y estaba enfocado en mostrar, desde distintos puntos de vista, cómo se vive la inmigración hoy en nuestro país.
Dicha imagen es solo una muestra de cómo la ola migratoria de la última década ha ido calando en nuestro país. De acuerdo a cifras del Ministerio de Educación,este año las matrículas de estudiantes nacidos fuera de Chile alcanzan los 60.844 (1,7% del total), donde más de la mitad se está integrando en los ciclos de educación preescolar y básica. De ellos, 17.880 fueron matriculados en establecimientos municipales, donde se contabilizan solo a aquellos que ya cuentan con un RUT propio, validado por el Registro Civil y excluyendo a los llamados “RUT 100”. Es decir, a aquellos que aún tienen el rol provisorio que les garantiza el acceso a la educación, pero que los deja sin la oportunidad de rendir la PSU y acceder plenamente a la salud, entre otras limitaciones.
Justamente en el “mes de la patria” es cuando resurge nuevamente el debate en torno al tema. Pasear durante la primera quincena de septiembre por muchas calles santiaguinas tiene una imagen recurrente: entre puestos de ceviche o sopaipillas con salsa huaincaina, se mezclaban vendedores de banderas chilenas o un sinfín de cotillón tricolor. En las calles de Santiago, la sensación de estar celebrando lo propio se mezclaba con una realidad multirracial: si alguna vez este país de contrastes polares logró en apariencia verse uniforme, eso está llegando a su fin. Para conocer cómo están creciendo los niños inmigrantes en Chile, El Desconcierto se acercó a dos escuelas que, queriéndolo o no, se han transformado en espacios de integración que dan cuenta de este valiente nuevo país que se nos avecina.
Escuela 36 Humberto Valenzuela de Estación Central: Nuestros ritmos
Los pequeños aleros de algunas casas y los toldos que cubren varios puestos en la feria libre que se levanta los jueves parecen ser las únicas alternativas para capear el sol en la calle Pinguinos de Estación Central. A pocas cuadras de la autopista se levanta la Escuela 36 Humberto Valenzuela García. Son las 10:30 de la mañana y desde afuera se escuchan cumbias y cuecas. Ahí, al igual que en muchos establecimientos educacionales del país, se está empezando a celebrar la primera Junta de Gobierno tras 206 años de republicana existencia.
El colegio está repleto. Por todas partes corren niños mientras profesores y apoderados arreglan peinados y retocan los atuendos de los niños y niñas que, de prekinder a octavo básico, van a lucirse bailando los distintos bailes folclóricos chilenos que existen entre Arica y Chiloé. Al aproximarse a la multitud dispersa entre el ruido, comienza a surgir el Creolé -lengua nativa haitiana- mezclada con español hablado con distintos acentos. Los trariloncos se acomodan en cabellos con apretados rulos de herencia africana y, por otro lado, tratan de sujetarlos a las cabelleras lisas de niñas chilenas, peruanas o bolivianas.
A todas las personas que van ingresando se les acerca una elegante y sonriente educadora vestida de huasa, repartiendo prendedores de goma eva con forma de empanada o remolino azul y brillante. También entregan volantes con el protocolo del acto cívico, que incluye un pie de cueca entre diversas autoridades, como por ejemplo el alcalde de la comuna, Rodrigo Delgado. quien se hizo presente en esta soleada mañana de fines de invierno.
Según cifras arrojadas por la Encuesta de Inmigrantes realizada el 2013 en Estación Central, en esta comuna vivían 5.974 personas nacidas en países extranjeros. En ese momento, el 46% correspondía a la comunidad haitiana. Tres años después la cifra ha aumentado: de acuerdo a Policía de Investigaciones, ese mismo 2013 ingresaron 2.428 haitianos y haitianas al país con visa de turista. Este 2016, solo en el primero semestre, ingresaron 20.196. De ese total, solo el 11% ha regresado a su país, mientras el resto ha legalizado los papeles de residencia en Chile o se ha arriesgado a vivir acá sin documentación.
“Fantasia Mapuche” es el nombre de la presentación artística del kinder y prekinder, quienes bailan -entre otras canciones- “Arauco tiene una pena” de Violeta Parra. Para una de las apoderadas chilenas que presencia el acto, este hecho muestra una contradicción: “se habla mucho de multiculturalidad, pero no se reconocen las raíces mapuche más allá unos minutos en el baile de fiestas patrias, y algunas páginas en los libros de historia, como si no estuviera presente en prácticamente todos los niños chilenos que han pasado por el colegio en más de medio siglo”, comenta en medio del espectáculo.
Cuando le preguntan qué conoce de Chiloé, Patricio responde escuetamente sin ningún rodeo: “un baile”. Con la respiración agitada por haber estado corriendo, por sus pelos crespos empiezan a caer pequeñas gotitas de sudor. Acaba de bailar un ritmo chilote y, mirando su ropa abrigada, constata un hecho: en Chiloé debe hacer frío, porque usan gorros de lana y en Chile siempre hace frio. “En República Dominicana nos podíamos bañar con la lluvia, porque era un país tropical”, recuerda. Hijo de una familia haitiana que se trasladó en busca de mejores oportunidades, primero al otro lado de la isla y luego a Chile, aprendió español como primer idioma. En esa lengua explica que lo que más le gusta de vivir acá es jugar al fútbol y que sus equipos favoritos son primero el Barcelona y luego Colo Colo. En el equipo chileno tiene un jugador favorito y que admira. No se acuerda del nombre, pero sabe que desde este año no forma parte del plantel y que -contra todos los prejuicios- no es Jean Beausejour.
Entre los grupos de apoderados y apoderadas que se aglomeran para poder tomar las mejores fotos, hay varios en donde solo se escuchan palabras en creolé. En la escuela, un 33% del total de matriculados corresponde a niños inmigrantes y de ellos un 21% engloba a la comunidad haitiana. Son 75 niños que se reparten en todos los cursos y cerca de 30 están recién aprendiendo a hablar español.
Además de verse obligados a vivir en el hacinamiento, tener dificultades para acceder a la salud y muchas veces enfrentarse a la discriminación, quienes llegan de Haití tienen que aprender el idioma local. Los hombres que llegan desde ese país tienen algunas facilidades para asistir a cursos de español o de validación de estudios que se realizan de manera vespertina, pero para las mujeres es algo especialmente complicado. Obligadas a trabajar la mayoría de las veces en empresas de aseo, permanecen casi todo el tiempo en silencio, transformándose casi en mobiliario para quienes pasan alrededor de ellas. Tras la jornada laboral, deben llegar a la casa a hacerse cargo de sus hijos.
En el establecimiento, la misión de ayudar a los estudiantes con el idioma está a cargo de Jonás Bazile, un profesor que llegó hace cuatro años a Chile en busca de un mejor pasar. Tras un montón de trámites -en los que se incluye sacar cuarto medio de nuevo, rendir la PSU y llenar de sellos oficiales los documentos que certificaban que estudió en su país de origen- fue contratado en esta escuela. Para apoyarlo, el resto de los docentes ha comenzado a manejar un pequeño glosario, en donde anotan expresiones o frases que sirven para indicarle a los chicos que saquen sus lápices, abran sus cuadernos o se porten bien dentro de la sala de clases. Que en las casas se hable solo creolé no ayuda mucho al aprendizaje. Por eso mismo, los sábados en la tarde se realizan clases de español, a las que según Jonás asisten tanto madres como padres.
El año pasado, en esta misma fecha y entremedio de banderas chilenas y cuecas,los niños de Haití, organizados por el profesor Jonás, realizaron una muestra de sus bailes típicos. Este año no alcanzaron a hacerlo y, según cuenta una profesora, hasta el momento nunca se les había ocurrido invitar a los niños chilenos a sumarse a la celebración de sus compañeros.
En la Escuela Humberto Valenzuela el currículum ministerial se sigue pasando al pie de la letra, respetando contenidos que engloban la historia en lo que aconteció en Chile y en el mundo, siempre con una visión siempre más cercana a Europa, en donde los procesos centroamericanos prácticamente no existen. “Los más grandes me han enseñado a mí parte de su historia”, cuenta Fernando Martínez, que hace clases de quinto a octavo básico, añadiendo que si ya es difícil motivar a los jóvenes chilenos a aprender historia del país, eso se complica aún más cuando los estudiantes no sienten ningún vínculo con los episodios que se les relatan.
Sentado en su oficina después de la fiesta, Carlos Rivera -director del establecimiento- cuenta que está contento con el resultado. “Siempre he tenido la idea de que estos niños no deben perder sus raíces”, señala. Para él, al aprendizaje de la historia chilena, en donde destaca a personajes como Arturo Prat, el Mineduc debería sumar programas electivos para que los niños inmigrantes conozcan su historia, sus próceres y sus costumbres. Con una pizarra en donde se desglosan las cifras que grafican la diversidad cultural en su escuela, recuerda con una sonrisa en la cara los momentos de la celebración que se inició cuando, entre varios acentos y con bastante ritmo heredado del creolé,voces se alzaron para cantar que somos la copia feliz de un edén. Un edén donde, para quienes no nacieron aquí, aún sigue siendo difícil llegar.
Escuela Juan Verdaguer de Recoleta: Somos americanos
Sin ninguna clase de reconocimiento ministerial, a comienzos del 2015 comenzó a funcionar nuevamente la Escuela Juan Verdaguer Planas. Aunque actualmente ya cuenta con todos los permisos en regla, inicialmente solo tenían la voluntad de educar a los niños que necesitaban cupo en escuelas municipales de la comuna. Antes de que empezara a funcionar ya tenían claro que casi la mitad de su matrícula la componían estudiantes extranjeros, principalmente de Perú. Por eso, tanto la directora como el equipo docente plantearon que una de sus metas sería la integración sin pasar a llevar los orígenes de cada uno.
Por eso el viernes 16, aunque en el libro de actas quedó registrada la realización de un “acto cívico” de fiestas patrias, nadie se puso de pie para entonar “Puro Chile es tu cielo azulado”, y las banderitas blanco, rojo y azul colgaban tímidas frente al mural basado en un poema de Elicura Chihuailaf de la entrada, en donde una Machi guía a niños de todo el mundo rodeada de escenas que representan al mito mapuche de la creación. Cuando comenzó a funcionar el colegio, otro de los temas que quedó en evidencia fue que los principales recelos por motivos de origen se gestaban entre los adultos, por lo que idear y pintar murales en encuentros con toda la comunidad escolar fue la forma escogida para terminar derribando los prejuicios.
“Tome, lo vamos a cantar todos, los apoderados, los profes y los alumnos”, dice una de las profesoras, que camina repartiendo papelitos a quien se le cruce. En él está impresa la letra de “Si somos americanos” de Inti Illimani, la canción que reemplazará al himno nacional. Con una niña pequeña pegándole con potencia al bombo parte la canción, que cantan a veces con fuerza, otras con desgano, adolescente niñas y niños de Perú, Chile, Bolivia, Ecuador, China, Argentina, Paraguay, Repúbica Dominicana, Colombia y Palestina, entre otros.
“Cantar la canción nacional en esta escuela, más que ser un homenaje a los chilenos, es distanciar a los extranjeros. Es enseñárselas, yo no quiero que aprendan el himno nacional, eso es chovinismo, no una muestra de lo que somos. Por eso cantamos una canción integradora, que habla de la amistad y de la solidaridad”, reflexiona Marco Díaz, el profesor de filosofía del colegio.
En la ciudad de Santiago, Recoleta es una de las comunas que concentran mayor cantidad de inmigrantes. Según cifras del cuestionado censo del año 2012, ascenderían a 5.855 (6,6% de la población total). La mayoría pertenece a países latinoamericanos con un pasado colonizado por españoles, que dejó en común una lengua y varias batallas.
En una ocasión que se vive generalmente como celebración exaltada a la patria, nadie gritó “viva Chile, mierda”. En la pared ubicada al fondo de la cancha donde bailó cada curso, había un panel que, rodeando a una bandera de los pueblos originarios, sostenía pequeñas banderas pertenecientes a todos los países presentes ese día, bajo la leyenda “viva Latinoamérica”, mientras al lado se levantaba el símbolo chileno, acompañado de su par venezolano.
En el caso de la escuela recoletana, ubicada cerca del migrante barrio de Patronato, no les ha tocado enfrentarse a la llegada masiva de alumnos que no hablan español, como sí ocurrió en el establecimiento de Estación Central. En estos casi dos años de funcionamiento, el mayor ejemplo es el caso de dos hermanas que llegaron de China sin saber una gota del idioma. Para ayudarlas, la directora buscó ayuda en la embajada de su país, y la profesora de inglés las ayuda a cumplir con sus tareas.
“Por el exilio a mi también me tocó ser un niño inmigrante”, recuerda Díaz. En ese tiempo le tocó asistir a clases en escuelas húngaras o de la Alemania Democrática, que siempre fueron pensadas para niños latinomericanos que habían tenido que escapar de sus países por las dictaduras. “Ahí yo no aprendí ningún idioma, nos íbamos a jugar a la pelota a una cancha donde también había niños húngaros y lo único que entendíamos es que nos gritaban una palabra que significaba cerdos negros. Si llegaran muchos niños que no hablan el idioma nuestra idea sería jamás aislarlos”, reflexiona.
Mientras los cursos bailan, los grupos que ya se presentaron comienzan a distraerse, corriendo por todas partes e incluso olvidando que la cancha se ha transformado en un escenario improvisado y llevando hasta allá sus juegos. Padres y profesores que conversan entre ellos, tratan de convencerlos de que miren a sus compañeros. La unidad entre los adultos ha sido un paso fundamental para la buena convivencia, cumpliendo el objetivo de hacer de la escuela un lugar seguro.
Todos los días la Escuela Juan Verdaguer funciona más allá de terminada la jornada escolar, con algunos talleres propios, otros impulsados por la municipalidad y uno en especial llamado “Voces Jóvenes Migrantes”, que a través de la fotografía y el registro audiovisual acompañó a niños y niñas a visitar sus lugares de residencia y a contar desde sus diferentes espacios cómo es ser inmigrante en Chile. “Ahí surgieron una serie de cosas que muestran los derechos de la infancia vulnerados”, cuenta Jimena Sánchez. El desarraigo sufrido al dejar a familia y amigos atrás, el hacinamiento y la explotación laboral que sufren padres y madres fueron solo algunos de los temas que tocaron los mismos estudiantes, mostrando ser conscientes de las circunstancias que los tienen hoy viviendo en Chile.
En las faldas del Cerro San Cristóbal, lugar donde está ubicado el colegio, se lleva a cabo un currículum educativo propio, que busca entre otras cosas fomentar el pensamiento crítico y la idea de interculturalidad. Para eso, las clases de filosofía van de primero a octavo básico y en cada asignatura se busca fomentar que los niños y niñas se conecten con su propia historia. Uno de los temas que ha resultado emblemático es lo que ocurre el 21 de mayo, en donde en vez de hablar del heroísmo de Arturo Prat se rescata otro punto en común: Chilenos, bolivianos y peruanos no fueron más que peones del imperialismo inglés y alemán. El salitre nunca fue nuestro y lo que nos une es la fuerza contra esa explotación, explica después del acto el profesor de historia Saúd Maldonado. El mismo salió entregando esa mirada a principios de este año para la televisión boliviana.
Mientras los cursos terminan de bailar, Viviana acaricia las largas trenzas de su hija Anais, que está ataviada con el traje típico que se usa para bailar un trote nortino, acomodándole su pequeño gorrito, mientras cuenta que llegó hace más de cinco años a Chile y que actualmente trabaja con un grupo de inmigrantes que se llama “uniendo raices”, en donde hacen talleres con niños para rescatar las tradiciones de todos ellos.
Al cierre del acto los niños se dispersan. Los más pequeños se van con sus padres, otros esperan a que suene el timbre de salida a las 14:30, emocionados ante la perspectiva de una semana de vacaciones. Al pasear entre ellos, es posible constatar algo que comentaban los profesores: en la escuela el acento del Perú con el chileno se mezclan, y cada uno adopta los modismos y la entonación del otro.
Puede ser en español, en chino o en creolé, pero la multiculturalidad está lejos de ser solo un afiche bonito o un eslogan que nos acerca a los países desarrollados. A las necesidades como la salud, se suma la necesidad de abrir bien las puertas para recibir a los grupos cada vez más numerosos de niños y niñas que entran al sistema educacional chileno. Un sistema donde la llamada patria se construye, inevitablemente, con cada vez más caras distintas.
Fuente: El Desconcierto