Los menores indígenas, afrodescendientes y gitanos sabrán a qué tienen derecho como víctimas.
Kankawarwa, un pueblo arhuaco construido en el 2009 en el costado occidental de la Sierra Nevada de Santa Marta, en la vereda Cristalina Baja del municipio de Fundación (Magdalena), recibió a 200 niños de diferentes etnias del país: indígenas de cuatro comunidades, afrodescendientes y gitanos.
La sorpresa para ellos fue grande: cada grupo se distinguía por su vestuario, por el color de piel, por las facciones de sus rostros y, sobre todo, por tener una cultura propia. Sin embargo, todos tenían algo en común: eran víctimas del conflicto armado.
Llegaron hasta Kankawarwa (en arhuaco significa ‘lugar donde nace la vida’) , a conocer la cartilla ‘Déjalo florecer’, que es una versión de la Ley de Víctimas adaptada para los niños de las 102 etnias que hay en el país.
Parece un cuento de hadas, protagonizado por una niña gitana, un niño indígena y otro palenquero, pero realmente es un texto que -en un estilo didáctico- narra cómo los niños de estas comunidades han sido víctimas de la guerra en el país y de qué manera pueden obtener una reparación.
“Los niños de las etnias han sufrido los más fuertes vejámenes del conflicto armado: el reclutamiento, el desplazamiento, las minas antipersonal, el asesinato de sus líderes y en algunos casos de sus padres”, afirma Adriana González, directora encargada del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (Icbf), quien explica que en estos niños el impacto de la guerra es muy fuerte porque involucran a toda la comunidad y a su forma de vida.
“El desplazamiento, por ejemplo, es un tema muy grave porque significa el desarraigo de su territorio. La tierra es para los indígenas un elemento fundamental de su cosmogonía”, sigue González y añade que, como víctimas, estos niños tienen derecho a una reparación integral que va desde la restitución de las tierras de sus padres (si han sido despojados de ellas y si son huérfanos), garantías para su educación y salud, y acompañamiento psicosocial. Esas indemnizaciones les llegarán a cada niño, pero también beneficiarán a sus comunidades.
Eleuterio González, rector de la institución educativa de Kankawarwa (donde estudian 1.200 niños arhuacos, koguis y campesinos de la región), recuerda que en la década anterior esta zona era el escenario de enfrentamientos entre la guerrilla, el Ejército y los paramilitares.
“Hubo mucho desplazamiento, se cerraron las escuelas y los niños no pudieron volver a estudiar ni a recibir las ayudas del Estado, porque no podía llegar hasta aquí”, comenta este licenciado en administración educativa, quien reconoce que, pese a que hoy en día hay no hay problemas de orden público, aún persiste el miedo en la comunidad, sobre todo en los niños.
González recuerda que la Sierra Nevada, que abarca tres departamentos (Magdalena, La Guajira y César), ha sido un corredor estratégico de los grupos armados ilegales.
En el evento, un niño afrodescendiente de 12 años de la comunidad de Mingueo, en el municipio de Dibulla (La Guajira), contó que vio cómo, el pasado enero, llegaron unos sujetos armados disparando a su casa y mataron a su hermano, de cinco años, y a sus dos primos, de 13 y 23.
Los gitanos contaron que su pueblo (Rrom) vive del comercio y que nunca tienen un lugar fijo de residencia; las niñas arhuacas, sorprendidas por la indumentaria folclórica de las afro, les dijeron que el cuerpo es un templo que deben cuidar.
Pastor, un joven arhuaco, les dijo a los presentes que la Tierra es la madre de todos y que las personas, los árboles, los ríos y todas las criaturas de la naturaleza son hermanos y deben vivir en paz.
En el evento, al que asistió la primera dama, María Clemencia Rodríguez de Santos, y apoyado por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) y el Centro de Memoria Histórica, se sembró un árbol como símbolo de la reparación de la que serán beneficiados estos niños.