Ocho mil casos: Las escalofriantes conclusiones de la comisión especial para las adopciones ilegales en Chile

El grupo parlamentario entregó los resultados de las pesquisas: hubo un trabajo sistemático y en cadena de los distintos actores involucrados en las concepciones dentro del sistema público; también fallaron los registros de nacimiento (a nivel salud y de Registro Civil) y salida del país. Tras siete meses de análisis, las propuestas son crear un banco internacional de ADN, y “excluir la participación de entidades privadas en los procesos de adopción, tanto nacionales como internacionales, por cuanto ha sido el medio principal por el cual se han llevado a cabo el tráfico de niños y niñas, y que de una u otra forma reciben una remuneración por su acción”.

Para notar lo evidente, Claudio solo tuvo que crecer. O perder la inocencia, si se quiere.

Estaba en Serdegna, una isla italiana al sur poniente de Roma. Crecía y se iba dando cuenta que su familia y vecinos eran de brazos, piernas y cuellos largos y delgados, ojos azules, verdes; pelos rubios. Su cuello, en cambio, era corto y grueso, igual que sus piernas; ojos cafés oscuros; pelo negro y chuzo; y de facciones redondas y no afiladas como las de los de la isla.

La confirmación vino de su madre, cuando en una de aquellas discusiones dramáticas de los adolescentes, le dijo: “Te quitamos de la mierda”.

La mierda era Chile.

Los motivos por los que lo adoptaron se alejan del romanticismo: su papá recibiría una herencia a condición de tener hijos; su mamá era la mayor de muchos hermanos y asumió el rol de figura materna para ellos. Sus contextos, después de algunas conversaciones, justificaron la unión.

“Como venganza (por lo que me había dicho) viajé con una ONG”, cuenta Claudio desde Serdegna, hablando un español preciso: “Estuve un año allí, intentando encontrar mis orígenes”.

Era 2006 y Claudio salía de la bota de Europa llamándose Pasqualino Puddu Artizzu. El nombre lo había elegido su mamá, en honor a su papá (el abuelo de Claudio).

Con la ayuda de la ONG con la que viajó (que, según cuenta, tenía buen contacto con la Policía de Investigaciones), supo de madre y padre biológicos: la primera, descubriría después, vivía en una toma de Alto Hospicio, durmiendo con su pareja y cinco hijos, todos en una misma cama, mientras trabajaba regando parques para pagar sus adicciones; su papá vivía en Lo Padro, y la mujer con la que lo recibió, lo primero que le dijo al conocerlo fue: “Así que tu eres Claudio, el hijo perdido de mi marido”.

Todo pasó rápido ese año. Claudio (o Pasqualino) había logrado hacerse de su certificado de nacimiento chileno siguiendo las pistas que había encontrado en Italia: en el documento de allá, precisaba que el lugar de origen había sido Rancagua. “Me sacaron del hogar de niños de Chile, no fue de una parroquia ni de una asociación”, reconstruyó. Eso, más lo de la PDI, y la confirmación de su madre biológica, lo hicieron encontrar el nombre con el que lo habían inscrito antes de declararlo muerto: Claudio Eliseo Rojas Ramírez.

Esa historia de nombres cruzados y muertes que no ocurrieron fue la que explicó frente a la comisión investigadora de la cámara baja que pesquisó “las eventuales irregularidades en procesos de adopción e inscripción de menores y control de su salida del país”. Era él uno de los casos que fundaban la existencia del grupo parlamentario y que dio cuenta que aún en democracia, este tipo de prácticas de adopciones irregulares y sustracciones de menores seguían ocurriendo.

Hijos y Madres del Silencio

La motivación fue el caso de Joannon: el cura que en 2014 admitió haber participado durante la dictadura de un sistema que facilitaba la adopción ilegal, mediante la sustracción de menores, posterior al engaño de las madres; a las mujeres se les decía que sus hijos habían nacido muertos.

El escenario hizo que Ana María Olivares, junto con otras mujeres, se organizaran y crearan la agrupación Hijos y Madres del Silencio, entidad dedicada a esclarecer las situaciones que, bajo ciertas condiciones, pudieran haber sido parte de esto.

Sobre cómo llegaron al Congreso, Olivares explica que se invitaron a gran parte de los diputados a cada una de las asambleas que hacían. Fue Boris Barrera (PC) el único que llegó.

“La intención era generar un hecho político, en el sentido que reconocieran esto como verdad histórica. Eso era lo principal. Segundo, que se verificaran por qué los hospitales y el registro civil se negaban con la información”, describe Ana María del trabajo de la organización.

El diputado Barrera llevó el caso a la Cámara. Planteó que los hechos merecían la formación de una comisión especial. Juntando las firmas de otros parlamentarios, y cambiando el enfoque del delito a la negligencia estatal, logró su cometido.

El trabajo empezó en enero pasado y concluyó el 22 de julio pasado. Las conclusiones, a las que pudo acceder El Desconcierto, determinaron perfiles de víctimas y formas en las que operaban los involucrados en estos casos.

Fueron grupos que actuaron coordinadamente contra mujeres vulnerables. “La realidad de las desapariciones de niños se dio ciertamente en el caso de mujeres víctimas de la pobreza o que no tenían redes de apoyo (…) las víctimas solían ser en un gran porcentaje mujeres solas, a veces también con muchos hijos y oriundas de sectores rurales”, señala el documento. Y sigue: “Que los métodos de acción eran diversos. La forma más recurrente por cierto fue hacerle creer a la madre que el hijo o hija había fallecido, de modo que no hubiera reclamos posteriores, pues la progenitora se convencía que era un hecho irreversible e incuestionable”.

Dentro de la cadena de lo que implica la concepción, la comisión identifico complicidad del “personal médico, paramédico, Registro Civil y organizaciones que operaron coordinadamente fuera del recinto hospitalario para luego entregar a los menores sustraídos”.

A nivel judicial, las averiguaciones sobre sustracción de menores las llevan dos ministros: Mario Carroza, quien apunta al periodo de la dictadura (1973 – 1990) y Jaime Balmaceda, quien ve los años previos y posteriores al periodo. Con todo, la comisión precisa que el número de personas adoptadas ilegalmente no se sabe a ciencia cierta. “Deben ser unas 20 mil, de las cuales 500 están en Serdegna”, estima Claudio.

Las razones de esta imprecisiones se constatan en, por ejemplo, el hospital de Cabildo, donde señalaron que los partos entre 1970 y 1990 no están registrados “por la poca frecuencia de los eventos”, o en el hospital Carlos Van Buren de Valparaíso, donde los archivos fueron eliminados “por resolución exenta (se lee en el informe), con alto riesgo a que las fichas de 1970 en adelante hayan sido eliminadas debido a que la ley solo los obliga a custodiarlas por un plazo de 15 años corridos”.

Pese a las complicaciones, el reconocimiento fue uno de los triunfos dice Ana María Olivares. Además, de la comisión sugirió la creación de una “Comision Nacional de Verdad sobre Adopciones Irregulares”, con un funcionamiento como los de las comisiones Rettig y Valech. Eso, junto con la misma creación de un banco de ADN que tenga alcances internacionales, destacando la capacitación de las distintas embajadas y consulados de Chile en el mundo.

Otro punto que destaca en las propuestas fue “excluir la participación de entidades privadas en los procesos de adopción, tanto nacionales como internacionales, por cuanto ha sido el medio principal por el cual se han llevado a cabo el tráfico de niños y niñas, y que de una u otra forma reciben una remuneración por su acción”.

La diputada Ximena Ossandón, quien fue miembro de la comisión, dice que “debe existir una mesa de reparación y justicia, para que no quede todo ahí. Es necesario que esto quede en la historia de Chile y que se sepa”. Por su parte, el presidente de la comisión, Boris Barrera, plantea: “ojalá podamos darle continuidad, tenemos como tarea ver qué va a pasar con el banco de ADN que se va a crear, siento que hay compromiso de hacerle el seguimiento, como también a la coordinación con los distintos ministerios y servicios que se comprometieron”.

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